lunes, 16 de abril de 2012

Los aplausos del mundo.

Hace más de setenta días que vi su foto. La vi y lo supe. No habría sabido de qué color era su lencería, porque solo podía mirar sus ojos. Su mirada pedía a gritos que la rescatara de futuras huídas. Me sorprendí cuando me habló a esas horas, tres y cuarto de la madrugada de un martes. Descubrí ese odio mutuo a la palabra rutina, algo que nunca entraría en nuestro planes. Pero eso todavía no lo sabíamos...
Fui abriéndole el camino, perdí la verguenza a golpe de primaveras, me imaginé enloquecido buscándola por alguna ciudad indefinida, regalándole seis ramos de palabras de esas que tenía amontonadas en cajones de la memoria por si me la cruzaba en algún paso de cebra, siempre y cuando firmara el contrato quitamiedos que le arrebatase el titulo de desconocida íntima. Me colgué poemas del bolsillo, su imagen de la retina, permití que me llenara de interrogantes hasta las cejas y descarté las cicatrices. La reté a enamorarse por el camino cuando yo estaba en línea de meta. Me quité el traje de súper héroe en una cabina llena de guias telefónicas con su número de móvil en todas las páginas, y me convertí en V para siempre. Embargué mis horas de sueño para morder todos los metros cuadrados de su boca. Intercambié mis carcasas, me concedió un préstamo con todos los intereses del mundo, a cambio de las ojeras más dulces que nunca hubiera podido idealizar.
Definimos posiciones, repasamos pros y contras y caímos en la cuenta de que lo nuestro era, como poco, inevitable. Le calculé los porcentajes de ternura y el resultado fue absoluto, resbalé en su lluvia y me sentí extranjero en mi lugar sospechando que tardaría al menos un mes en respirar su mismo aire.  Apagué su modo de no búsqueda y reconstruí la ruina y a la reina. A las cuatro y treinta y cinco una semana más allá le confesé que me hacía falta. Que me habría mudado sin el menor temblor de pies y de planes a su puerta de al lado.
La definí como besable, y hubiera sabido volar, la habría sacado por la ventana cogida de la cintura de aquella clase infernal de historia. Cuando es él, sabes que es él. Hace mucho menos tiempo del que parece (desde que el tiempo es tiempo) no pude más y me fallaron el sentido común y las piernas. Cedí a golpe de carcajada. Tenía que averiguar a qué sonaba su risa, como sería abrazar su futuro. Mi curiosidad era incapaz de seguir una noche más sin ponerle cara. Y no solo eso: le puse hoyuelos y gestos, vocación y locura adquirida. Mi puto límite, era su cielo. Reporté el choque frontal de dos intensos al seguro que no volvió a hacerme falta desde entonces. Me invitó a conciertos y me desconcertó. Me desnudó sin manos, se enredó en mi melena, me hizo bostezar las penas, las reemplazó por ilusión. Centré mi atención en los ensayos de los mejores días de su vida. Actué sin guión establecido, y a día de hoy(y en adelante) sus gemidos y sus suspiros retumban en mis oídos, como los mejores aplausos del mundo.

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